30 octubre 2006

Medio siglo con la televisión

ANTONIO RIVERA

Cumple la tele cincuenta años oficiales. Digo oficiales porque yo recuerdo una niñez sin aparato televisor y con un mueble-radio que presidía a media altura -para mí, a infinita altura- la pared de la cocina. Cuando llegó la tele, la noche que era en España cuando un hombre llegó a la Luna, mis padres desalojaron una habitación para convertirla en cuarto de estar. Sigo sin hacerme a la idea de a quién desalojaron de aquel cuarto.

En la escuela recuerdo sesiones matinales con la televisión-escolar. Era un gran salón donde cabían varios cursos y un monitor de no más de veinte pulgadas que impartía ciencia a aquellos muchachos, más asombrados con el aparato que con lo que decía. Los programas serían más aburridos que los documentales de La 2, porque Epi y Blas aún no existían y no se había inventado la pedagogía del 'adelante', 'atrás', 'arriba', 'abajo'. Pero queda claro que la televisión nació revestida de unas ínfulas culturales que, incluso en la escuela franquista, llegaban al nivel superior de lo educativo, del aprendizaje interesado.

Al cabo de cincuenta años, los mismos poderes políticos que velaban y velan por la buena salud mental de sus ciudadanos siguen aparentando que la televisión es un medio cultural y no un electrodoméstico más. Tuvieron que pasar algunos años después de rematadamente muerto el caudillo para que se suscitara la posibilidad de que tan mágico invento pudiera ser regentado y explotado por manos privadas. Eso sí, conforme a la ley (de la televisión, de la educación, de los clubes de fútbol...), en la medida en que esos privados desarrollen un servicio público. Ni siquiera en la democracia se pensaba que semejante recurso de influencia social podía emitir discursos, necesidades o satisfacciones privados y no públicos. Y cuanto más a la izquierda estuviera uno, menos se imaginaba esa posibilidad.

Llegaron las privadas, primero unas pocas, luego en tropel, en abierto, de pago, temáticas, analógicas, digitales, autonómicas, locales, municipales,... El apagón analógico de 2010 y la irrupción del universo digital presenta un amena- zante/estimulante escenario de un mando con cien posibles botones y canales. Y en ese punto, el problema es imaginar qué pinta la televisión pública disputando en semejante universo.

El reflejo izquierdista se ha reblandecido. También el mío en este asunto. Aquella suposición de que la tele sirviera para educar a las masas y de que las masas educadas acabarían haciéndose ilustradas, sensatas y de izquierdas, hace tiempo que pasó a mejor vida. El electrodoméstico televisivo sirve, y mucho, para controlar la opinión pública por la vía de contarle sólo lo que interesa de la realidad en sus noticiarios y, más importante, por la de dibujarle un mundo cotidiano al gusto de su dueño. La tele pública sirve para intentar ganar las elecciones y para suponer ingenuamente que estás adoctrinando al público. También para desesperar a las respectivas oposiciones políticas ante el uso indebido que los poderes de turno hacen de lo que sale del aparato.

Todo esto -¿of course!- se viste de necesidad cultural: la que tiene toda sociedad para mantener sus referencias culturales y así resistir a los intereses y gustos homogeneizadores y simplificadotes de los poderes privados y de la globalización. Y es cierto, pero, ¿a eso se dedican las televisiones públicas? ¿Vemos en las teles públicas lo que no nos enseñan las privadas? ¿O nos castigan ideológicamente las públicas más que lo que, aparentemente, no hacen las privadas? ¿Por eso nos resultan éstas más amables que aquella de las otras que no es 'la nuestra'?

La televisión pública compite por lo mismo que la privada. Primero, por una financiación que proceda de la publicidad y no sólo de los fondos públicos, de los impuestos. La nueva ley de la nueva Corporación RTVE se obliga a ello, como lo hace el anterior y supongo que el futuro contrato-programa de EITB. Pero para competir por la tarta publicitaria, cada vez con más aspirantes a trozo, las teles públicas se sienten obligadas a jugar en el mismo terreno que las privadas y acaban haciendo una programación similar. En ese momento nos asalta la pregunta: ¿para qué nos gastamos un dineral de recursos públicos haciendo en la pública lo que podían hacer y ya hacen las privadas? ¿Por qué hay televisiones y radios públicas y no hay, como antaño, periódicos públicos? En Ciudad Real resta el único caso de un periódico -'Lanza'- propiedad... ¿de una Diputación! ¿Se lo imaginan? Pero, ¿es tan diferente un medio periodístico de uno audiovisual? ¿Dónde está la diferencia? ¿En la naturaleza del producto? ¿Van a incorporarse ahora los municipios a la competición por gastar buena parte de los recursos públicos en televisiones digitales de su cobertura?

El que aquí expongo, se dirá, es un discurso favorable a las privadas. No lo sé. Cada vez tengo menos argumentos para seguir defendiendo los medios de comunicación públicos. Se quiere, y así lo pretendemos todos, hacer de ellos el huevo cuadrado. Que se financien con publicidad pero que no hagan productos fáciles para ganar audiencia y así anunciantes. Que sean de calidad y con programas sesudos aunque cada vez más la ciudadanía use la tele como lo que es, un electrodoméstico para desenchufar. Para desenchufar de una vida estresada y, cada vez más, para desenchufarlo de la red. Que sean plurales pero que a la vez defiendan la idiosincrasia del país, con lo que autorizamos a sus gestores a dibujar un estereotipo secreto que no es más que una cultura esclerótica y fosilizada en la que sólo una minúscula minoría se puede sentir reflejada. Para ser plurales en lo político y luego lamentarse de no haber (ab)usado adecuadamente el recurso para promocionar los logros y éxitos del gobierno de turno. Hay demasiadas contradicciones estructurales, intrínsecas a la realidad social que vivimos, para pensar en que es mejor no hacernos preguntas o remitir las respuestas a la excepción de siempre, a la magnífica BBC pública británica, que los que la conocen de verdad dicen que no es para tanto.

La tele es un electrodoméstico ambicionado sólo por una clase política que piensa que es un magnífico instrumento para educar multitudes, para que vean lo que quiero que vean, y para estropear las posibilidades de avance del contrario. El resto de los mortales la usa como una tostadora o un lavavajillas. Y cuando llegue la digitalización definitiva, no te quiero ni contar: la apoplejía de los gobernantes respectivos, la banalización del producto y la mercantilización de la realidad. Vamos, más o menos como hoy.

http://www.elcorreodigital.com/alava/prensa/20061027/
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